José Viñals
de
Camello color fucsia
Rojo antiguo
Van en columna
los bichos agoreros. También el cormorán y la cabra que me provee de
dulce de leche. Van hacia el horizonte de las víctimas donde mora mi
amigo Bonevardi, muerto de cáncer a los huesos mientras pintaba sus
construcciones rituales, mirando mi amistad con ojos estrábicos y
dándome una mano de paloma dormida. Ahora tiene en la paleta un rojo
antiguo, sangre de perdiz o de toro castrado a la luz de la luna.
Piensa en Aloysius Bertrand y no sale de su asombro. Piensa en el arte
gótico y en las profusas madreselvas. Piensa en las cárceles de
Piranesi y en los ambiguos ángeles de palosanto y, a ratos, en la
caverna esencial del alto griego. Piensa en el péndulo de saúco y en
la bodega quieta de los trasatlánticos hundidos, en Eupalinos el
Arquitecto y en la brújula que ha dejado en una grieta de la piedra,
frente al mar de la China. Yo pienso en él, yo me reúno conmigo para
pensar en él y mientras bebo mi licor favorito. Hay una bata
amarillenta colgada de un clavo. Hay estupor en las vísceras. Hay un
martillo de cortas dimensiones y un serrucho oxidado. Rojo antiguo,
digo, color no sé si de grosella o del carruaje que nos lleva al
olvido. Rojo antiguo, repito, del campo de la estrella.
Blanco sobre blanco
Huevo de
la vigilia de la carne trémula; huevo de la desolación; huevo del
soborno al revisor de los trenes laicos; huevo de la frente desértica
y la sonrisa desdentada; huevo de la ira; huevo del tráfico de
influencias; huevo de los paisajes que alguna vez fueron azules o
violetas; huevo de la serpiente de cascabel y del otoño; huevo de las
nieves árticas y antárticas y de los glaciares que crujen de pavor
silencioso; huevo de las pertenencias civilizadas; huevo del azor de
Huidobro; huevo de todo ángel es terrible del alelado Rilke; huevo de
las praderas sin horizonte; huevo del quetzalcoalt y de los pueblos
indígenas y del cabrero de Orihuela y de la paz del alma; huevo de los
prodigios humanos; huevo de la siembra de esperanzas menudas; huevo de
la anciana sencilla y clara; huevo de coser calcetines; huevo de las
meditaciones; cáscara de huevo de los parricidios y los padecimientos
sin límite; cáscara de huevo de los desastres aéreos y fluviales;
huevo de los doce Césares de Suetonio; huevo del Guadalquivir; huevo
de la pulpa del albaricoque a la luz de la luna o del eclipse solar.
Huevo de la operación sagrada de la extracción de la piedra de la
locura, bendito seas Jerónimo el Bosco, oh iluminado, oh yo
estrangulado por la hiedra del nacimiento, oh yo jilguero bastardo, oh
yo entre mis letras minúsculas, en mi cabeza de alfiler oxidado. Oh yo
herido de muerte en plena y limpia concupiscencia de la vida.
Oro u oro
El
niño escribía su papelito amarillento. Yo estaba en el sopor. El sol
era o parecía nuevo. El jacarandá iba a florecer. El gallo cantaba.
Los placeres abiertos de la hembra emplumada. El caracol en el
sendero. Oro u oro escribía el niño. Todo era oro, el paisaje,
los cerros lejanos en el dorado polvoriento del amanecer. La brisa, la
entraña, el deseo matinal de reír, la mujer dormida, los astros
apagados, el silencio. El mundo como un toro robusto, como una
telaraña impregnada de sentido, la bruma elevándose de los piletones
de piedra y agua negra. La melancolía de la garza en el laguito claro,
el flamenco en su pata, el perro vigilando el hormiguero, la oveja.
Oro u oro. ¿Qué querría decir el niño a hora tan temprana? El
tazón de leche caliente, la mermelada de durazno, el pan, los panes,
el artesano de la harina en su cofre de palo, el horno humeante, el
gorrioncillo y su gusano, la voz de la tórtola. Como quiera que sea
habrá una nube en el horizonte y a media tarde los relámpagos y en el
portal antiguo el aldabón de bronce pulido por tu mano, señora de
querencias extrañas, dama de terciopelo, novia arcaica de la cerveza
fermentada, matrona de la sombra. Si acaso nos amaras...
Transparencias
Por lo que
he visto, por lo que veo. Por el zumbido bronco de las procesiones.
Por la nieve que cuajó en los naranjos de la calle. Por Esta luz
de Antonio Gamoneda. Por la perplejidad del corderillo ante el mundo
redondo y las ubres repletas. Por el amor. Por el trabajo morboso de
los celos. Por los desvelos. Por la amante. Por los frutos y las
frutas, por el Verbo y los prolijos sustantivos prosaicos. Por la Eva
futura de l’Isle Adam. Por el cementerio encalado de Casa Bermeja. Por
mi casa, por mis asuntos diurnos y nocturnos. Por nada, por la
insignificancia de las cosas humildes que tanto significan. Por haber
mirado noches y noches tras los cristales del absurdo. Por creer en el
alma en la suprema creencia de los cuerpos. Por sentir la lágrima, por
sofocar el gemido, por la inocencia sagrada de las víctimas. Por ti
que te bamboleas con tus patorras en el cieno, confundido heredero de
la luz y el delirio.
Estrellas malvas de escasa consistencia
Como
remolinos, como huecos sordos, como sutiles fuegos de artificio. Como
si descansaras de aquellas prisas otoñales o te detuvieses para oír el
silencio de la inminente madrugada. Como si tuvieras un cuchillo en la
garganta. Como si te montaras en el transiberiano con Blaise Cendrars
y Sonia Delauney a beber de hurtadillas absenta y polen de amapolas.
Así, muriendo a cada bocanada de tristeza. Así, convicto de nostalgia
y terribles dolores en el plexo solar y en las ingles azules. Así
ciego, así desconsolado bajo las vidrieras de Chagall en la pequeña
sinagoga. Símbolos abstractos en los prados del dios de los judíos,
estrella de seis puntas orbitando sin normas en el vacío de la vida.
Candelabro, copón de oro labrado, pan sinuoso, pez raro. Ignoro los
vocablos del amor. Ya he negado a los padres. Ahora rezaré ceniciento
en el lenguaje de las bestias.
Por los altos andamios de las flores
De
angelicales ceras, de pájaros abstractos, del ruiseñor comido por las
ratas de la maledicencia, de la calumnia, de los celos invisibles.
Así, Miguel, inefable cabrero, se cierran las ventanas de la vida y se
desliza por las grietas el reptil negro, la lengua de dos lenguas. Así
Miguel, tú en los andurriales de lodo del olvido, con tu Ramón a
cuestas, con el perfil de los astros en tu pelambre hirsuta. Por los
altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera. Buscarás
sitio, estás buscando, con los ojos cerrados al porvenir, a aquél con
quien tanto querías. Y yo qué, yo qué. Memorizando tus poemas
compactos como manzanas, como abejas, como un perro, como hierro al
rojo. Lleno de consonantes y vocales preciosas, y la prosodia de la
lejana poesía, y el pecho de la ira, y la prisa del alma. Madre mía,
Miguel, qué dulce es el abismo, cómo doblan los cuerpos cinturas
prodigiosas, cómo lloran las flores lidiadas del poema, el torito de
barro. Yo me doblo también, yo como de mi cara de mono sin asfixia, yo
toco el alto cielo con la mano de las masturbaciones, yo me segrego de
la vida. Madre mía, Miguel, tu comarca es de fresas salvajes, tu voz
de orquídea descifrada, tú y tus corderos, tú y mi perpetua manera de
morir celebrando tus flores, el horizonte rojo de los versos, la labor
de la lengua.
Oxidos
La
pérfida herrumbre del otoño y Lubics Milosz mirando la caída de la
hoja, la primera, aquélla que cayendo conmueve de pavor toda la selva.
El cuchillo oxidado en el macizo de geranios. La roldana del pozo. Los
límites de la zozobra, el aerolito del parque Independencia. Azafranes
turbios, tierra roja de Sevilla, borra del café, y lo que mueve el ojo
a la distancia, el pájaro apolillado, la colina y el esparto sobre el
lomo de las bestias. Yo aquí con mi lengua oxidada, el espectro
visible de la poesía con óxido verde o moho o musgo o liquen.
Blasfemia u oración entre los polos. Y el ópalo y la estrella, y la
campana de la iglesia del pueblo, y el hierro de los rieles, y la
pluma del cacholote, pájaro pardo. Bebo del agua del aljibe, como
avellanas, discuto con mi perro las nuevas circunstancias de la vida.
Raspo con una piedra la lápida rojiza de mi padre. Yo la he vuelto
rojiza por causa del atardecer, por la constancia de la muerte, por el
sepia caliente de su retrato infame. Debiera entrar al zoo y ver la
cola del caimán y las pezuñas de la cebra, y reírme en la deformidad
de los espejos de mi cara de mono, en la tenacidad de la tristeza. Oh,
la música. ¿Quién la extraña?
José Viñals
nació en Argentina en 1930; vive en España desde 1979 y posee la
ciudadanía española que comparte con la argentina.Ha publicado una
treintena de libros de poesía en las principales editoriales españolas
del género. En este momento tiene en edición por "La Poesía, señor
hidalgo", un tomo que contiene nueve poemarios inéditos de los últimos
años; el libro se titula He amado.
Ha recibido los premios Jaime Gil de Biedma por su libro
Transmutaciones y Villafranca del Bierzo por Fondo de ojo.
Reside en la ciudad de Jaén.
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