Carlos Barbarito
Amsterdam
A María
y Cecilia
A Ricardo Nirenberg
Entre nosotros y el cielo o el infierno
no hay más que
la vida, que es la
cosa más
frágil del mundo.
Pascal,
Pensamientos, IV, 349.
¿Y si el idioma
perdiese de pronto su misterio,
fuese de borde a
borde conocido?
Entonces, ¿qué
uniría, derecho e invisible,
al fuego con la
chispa, qué
agua acogería, en la
superficie,
los sucesivos
reflejos de la mañana?
¿Habría chispa,
fuego, agua,
un remo, apenas,
rozando el fondo,
apenas una humedad
en los muros más viejos?
¿Quedarían siquiera
un pie en mar oscuro sumergido,
un edredón, una
máscara?
Umbría
¿Es una falla en
la trama, en el diseño?
Es no y nunca,
espera detrás de un vidrio espeso,
un se debe
estar muerto para eso,
lento desollarse
en tierra para ningún cielo;
tal vez el agua
se junte con el sueño,
lejos, en alguna
parte.
No.
Un vientre liso.
Un seno reseco.
Un filo que pulsa
un olor sin gracia.
Un naufragio de
pez. El bosque pintado.
La ciudad bajo la
arena.
En soledad, arde.
Arden. Cosas
como llaves
rotas.
Yo la amé en su
cama
–dice-,
entre flores
sobre piedras,
entre bocas, en
el fondo números, dientes.
Pero de todo
sobrevive
el tiempo, un
rasgón en el fieltro de la noche,
la lámpara vacía.
Inscrito,
grabado a fuego
en muslo, duradero,
venido por un
largo hueco
entre hueco y
hueco,
adelante,
informe, tal vez
ciego,
donde siempre me
sitúan.
(Setiembre, 2)
Como nosotros,
hay que ser como nosotros
-voces-
los brazos a lo
largo del cuerpo
y el cuerpo en un
mueble estrecho;
no hay fuego en
el cielo, sólo en la tierra
-la
mujer, si rescatada del naufragio,
blanca, los ojos
abiertos, la frente helada,
la raíz, si
errónea, superflua,
la luz, si
interna, secreta, de lámpara casi vacía -.
Saquean el mar,
lo despojan de sus olas.
El relámpago, en
un pozo.
¿Cuál es el
cordero? ¿Dónde está el cuchillo?
Cerca de un poste
de teléfono,
en el barro que
dejó la lluvia,
el cadáver de un
gato.
Lo veo y pienso
en el tiempo,
en el deseo que
el amor no consume,
en eso seco que
se aferra a una idea
de fertilidad, de
descendencia.
Me alejo. Detrás
los insectos avanzan,
van a limpiar
otra vez el mundo
de lo innecesario
y superfluo.
No concuerda con
género alguno,
ni gustable, ni
odorable.
Trasparente,
atravesado de luz,
sin adherencia
posible,
a nadie
semejante.
¿Cómo colorearlo,
expresarlo en
sílabas,
mensurarlo en
caloría y calidad?
Alto, despegado,
solo.
Yo mismo, donde
no me alcanzo.
De otra ciencia,
apenas en los bordes
conocida, de un
hervor
en aguas de
malaria. Llega,
¿o siempre estuvo
aquí,
antiguo, acaso
ínsito, en cada cosa?
El temor arde,
entre escombros,
cerca de la
orilla. Del choque
de la sombra y la
luz
queda apenas una
superficie sucia
en la que cosa
alguna se refleja.
En conjuro, cavan
pozos,
hacen gestos en
la oscuridad,
lamen la
herrumbre.
Pero, todos,
vistos desde lejos,
desde arriba,
exiguas figuras
a las que ninguna
sanidad acude
y en ningún
fruto, finalmente, se transfiguran.
Desde alguna
parte, el sonido
de un martillo
contra el yunque.
Lo oigo aunque
cierre las ventanas,
intente pensar en
otra cosa.
Un sonido
distante,
producido por un
anónimo, oscuro herrero,
echa abajo mi
casa,
me arroja desnudo
y solo al mundo.
Ahora todo es
fluir
y refluir de
aguas, sismo
en lo más
profundo, árboles
inclinados por el
ciclón
o quemados por
arriba por el rayo.
¿Y ahora, desnudo
y solo,
caído en medio de
la tierra,
entre lo que cae,
se rompe,
estalla, se
dispersa y extravía,
deberé esperar la
improbable piedad
de alguien a
quien no me conoce
e ignora el
efecto de su martillar?
Amsterdam
Detrás del vidrio
da inicio el día,
durará un
instante, fugaces el eje, el punto
de apoyo, la
piedra blanca, o negra,
del silencioso,
puro sacrificio.
Es falazmente
noble,
gentil
catarata en el ojo del caballo;
baja con lámpara
vacía a lo profundo,
allí hay plantas
sin flores,
tan grandes que
cabe alguien sobre cada una,
anónimo, desnudo.
Detrás, en fila,
ansia detrás de ansia:
besos bajo
borrascas, cópulas
contra altas
verticales,
olas que sepultan
bosques y hoteles.
No lo olvido,
allí también está la muerte.
Por ahora, sólo
por ahora,
fuera de escena,
indiferente.
Finge, desde
aparente altura,
ser la precisión,
la exactitud. Pero
está desnuda,
como todos,
bajo lo que la
cubre. Pero
siente frío
cuando oscurece,
necesita una
mentira
cuando descubre,
en la pared más blanca,
una mancha.
Desde todas
partes, preguntas,
filosas,
perentorias. Desde
una esquina
vacía, un aceite denso,
fluye, pretende
ser analogía de lo vivo,
se seca y se
detiene,
devenido en
estrecho ojal, en reseca teología.
Cabeza de animal,
medio enterrada,
bajo la noche del
mediodía:
qué es, a esta
hora, de la muerte,
qué del amor,
bajo el vestido, el deseo.
Hueco donde hubo
ojos, nada de dolor,
un dolor enorme,
estaca.
Y hueco donde
hubo casa, abrigo,
risa detrás del
número, hierba, amarga, dulce.
Veré qué hay detrás
-dijo;
detrás de la
carne, del género,
de la
posibilidad, del sueño.
Me vertiré
entero, en partes,
gota a gota sobre
cascotes, cenizas;
caerá aguacero,
sin medida,
seré el ahogado,
allí, desnudo, pobrecito.
Ecos, perfiles,
sombras,
joyas falsas,
silbidos de ratas, linternas
en lo oscuro, lo
oscuro en papel teologal
u obsceno, hueco,
tal vez, quizás, jamás, nunca.
Cabeza de mujer,
de hombre:
el animal se
retira, a lo lejos se hunde.
(24 de mayo,
2003, noche)
(a W.S.)
Irá la sangre al
fracaso
y la muerte será,
¿alguna vez no lo fue?,
madre y padre de
la belleza.
Una mujer
ahogada. Desasida
de sí, los ojos
ciegos, anónima.
Hay un largo
incendio de llama fría.
Hay un relámpago
fijo a cada lado
de la tierra.
Cada agua
oscura, clara,
cada planta y pez,
número, metal
ante lo que inclina la plomada,
tuerce la regla,
confunde al metrónomo.
Animal del óxido,
inconcluso, tardío,
bajo una lámpara
apagada
y otra a medias
encendida.
Criatura rota,
apartada de toda necesidad,
de todo cálculo y
alfabeto.
No es cuerpo, es
sombra, ante
la desembocadura,
el amplio estuario
que da a la
noche. No
está entero,
roto, en el centro,
a ambos lados,
justo
a la salida de la
infancia, cuando más duele.
No reza, muerde,
arranca
pedazos de mundo,
de algún remoto dios
que habita, entre
ratas, los albañales.
No duerme, vela,
se muerde la lengua
para no dormir,
no llora,
llora antes de
quedarse ciego,
de perder una
pierna bajo la tormenta,
picado por
insectos y pájaros,
entre trapos de
adiós y muebles
desvencijados,
inútiles.
Pasa, no
enseguida, tarda su tiempo
-hay musgo en la
pared
como sudor en la
sábana-
No materia,
imagen,
besan el espejo,
lo que parece espejo,
no se abrazan,
derivan disociados,
blanco sobre
blanco
sobre blanco
espeso, agrio
-alrededor,
encima, pero lejos,
el mundo no
encuentra en ellos
su propio vacío,
su propio lleno-.
No te toques
-le
dijeron;
cae cal del
cielo,
cae arena que no
dura.
Hay algo ahí
adentro.
Hay piedra que
rueda,
mar con aguaviva,
sólida luz contra
las horas.
Es espeso, ácido,
turbio
y angélico, único
y diverso.
Cae pez que no
envejece,
pulpa que no
muere,
hilos atados a
hilos
que luego suben,
otra vez,
a reunirse y
hacerse madeja.
Pero no te
toques
-le
dijeron.
(Amsterdam, a
Mirta Kupferminc)
...hijos de un
alma tímida
que la tristeza
arroja al delirio.
Spinoza,
Tratado teológico-político.
Y ahora todo
sucede,
afección de una
sustancia
menos densa que
la noche
y más espesa que
el agua.
A través de un
juego de lentes
-que otros llaman
dios-,
un eco reverbera
de muro en muro
bajo la lluvia.
Y ahora nada
sucede,
rotura,
emigración, extravío,
piedra que al ser
frotada
no produce
chispa.
No hay agua que
bebida
traiga sueños,
visiones.
No hay materia
que,
imantada o
perforada, revele su secreto.
Alguien, un
instante antes de morir,
siente que la
vida
no es sino una
variante menor
de la fuerza que
pudre los frutos
y arrastra las
hojas secas.
Entonces, las
horas aportan cenizas,
silbidos,
inútiles agregados.
¿Es un óxido en
una llave,
mucílago? ¿O es
algo peor, el
miedo tal vez,
miedo a tocar lo
que sobrevive,
allá abajo,
adonde van a dar,
en confusión,
sangres y aguas?
No importa en qué
idioma se escriba.
Toda lengua es
extranjera, incomprensible.
Toda palabra,
apenas pronunciada,
huye lejos,
adonde nada ni nadie puede alcanzarla.
No importa cuánto
se sepa.
Nadie sabe leer.
Nadie sabe qué es
un relámpago
y menos cuando se
refleja
en el pulido
metal de un cuchillo.
Ahora la noche
parece un mar.
Por ese mar
remamos,
dispersos, en
silencio.
La misma luz que
ilumina la piedra
la considera
superflua y la desecha.
La piedra se
agrieta en el centro
y el musgo que la
recubre no lo impide.
Nada crece
excepto el pasto.
Nada salta a la
vista salvo alguna piedra
y lo que la
piedra contiene y resguarda.
Aquí, lejos de la
playa,
lejos del sitio
donde el agua
devuelve cada
tanto
metales oxidados,
enmohecidas maderas,
algún cadáver de
delfín o tortuga.
No sopla el
viento capaz de empujarnos
hacia lo
entonces prometido.
Los minutos que
pasan se hacen horas
pero jamás días y
sí noches
que jamás
consienten en ser años
y sí siglos en
los que alguien muere
y otro, que lo
ignora, bosteza.
(A Jorge García
Sabal)
Arde la materia,
no nos salva,
arde – astillas,
filos,
bujías – no
nos salva. No nos
cubre
de la lluvia, no
nos quita del
camino
cuando vienen las
bestias
- arde, echa
humor, olor,
otros dicen
dios, otros se callan-
No importa que
esté yo vivo.
No importa que
estés muerto.
No – astillas,
filos, bujías-
nada.
(14 de mayo,
noche)
(María Gracia Subercaseaux, Espejo)
Los ojos
abiertos, cuando está oscuro,
los ojos
cerrados, cuando estalla
el relámpago.
¿Qué
falla en el
instante puro,
en la instancia
más abierta y destilada?
No somos polvo ni
hierba.
Y lo somos,
aunque entremos al mar
y, entre olas,
sepamos
que allá abajo
hay plantas y peces.
¿Quién instaló
muerte,
azar? ¿Quién puso
llama
en el extremo de
la vela,
bestias cabeza
abajo,
dolor en el
dolor?
¿Es todo cuanto
podemos decir?
¿Y esa que,
desnuda,
al pie de una
cama
con sábanas
revueltas,
a sí misma se
contempla?
(A Guillermo
Roux)
Pensar el mar,
ante paredes de piedra,
el mar inundando
las esquinas,
las casas, los
cuartos donde se ama o mata.
Bajo el agua, una
luz.
Iluminado,
alguien flota entre papeles y tintas negras, rojas.
El mar es cuanto
se sabe y no,
inteligencia y
catástrofe, aislamiento y cortejo;
una respiración
antigua, una cópula sin medida,
lo ancho, lo
balsámico y lo cruel,
lo que muere y se
convierte en sólo fondo.
Allí van a dar
los restos de algún dios, de la lluvia.
No hay otro modo
de llegar a Jerusalén
-
dijeron -
pero, ¿quién es
capaz de tal cansancio?
¿Y por qué llorar
a los muertos?
¿Por qué soñar y
despertar y volver a soñar?
¿Cómo obtener
abrigo
mientras el
día queda siempre del otro lado,
las ramas se
amontonan en un rincón del patio?
Enciende un fuego
bajo un cielo que huye.
Arma una pasión
con hojas, cáscaras, palos.
Solo, entre
pequeñas bestias que amamantan
y maduran para la
gravedad y no para el vuelo.
¿Una piedra puede
florecer? ¿Qué espera,
entonces, qué
hace allí, sucio, desnudo?
De lado a lado,
ventanas apenas iluminadas,
detrás, una
marca, la vejez, la costumbre.
(A Marianne
Moore)
Excluida la idea
de la inmortalidad,
quedan el polvo,
la hierba,
el agua que forma
charcos,
la rama desde la
que canta el pájaro,
cierto misterio
que la razón
supone sombra
pasajera.
Queda, en fin, la
vida,
el cuarto donde
una mujer se sube las medias,
el otro cuarto,
acaso contiguo,
donde dos se
desnudan
y se abrazan, y
al terminar
se dicen, uno al
otro:
no moriremos.
(Lezama Lima, último
de 1976)
Respira. Apenas eso.
En la veloz
evaporación del
milagro, de ceniza a ceniza.
Del bromo, algo que
roba poco a poco el aire.
No hay testigos; en
lo que queda de mundo,
los perros se
disputan pedazos de cartón,
algún hueso torcido,
los restos de un disfraz de marino.
Respira. Nada más.
En un aire que se agota
y la vida que se
hunde
como se hunden la
piedra en el agua, los imperios.
¿Cómo es ahora el
mar? ¿Y
el salto del delfín?
¿Y el niño afiebrado,
el miedo a las
arañas, la carcoma,
la piel de la
culebra, la mujer desnuda
frente a la mujer
vestida que la contempla?
Ella se desviste
frente a un espejo.
Desnuda, en otro
instante
de su existencia
de baya
que madura para
la muerte y el deseo,
parece resignarse
al eterno juego
que alterna los
días y las noches,
trae mayo después
de abril,
lleva y quita las
aguas de las playas,
da vida y mata a
cada cual,
no importa si
sintió miedo
con cada relámpago,
anduvo por húmedos
caminos
o durmió bajo cielos
siempre en fuga.
Y sin embargo,
afuera,
en lo profundo de la
tierra, en plena mañana,
una oscura ciega
criatura del crepúsculo
cava con sus uñas
hacia arriba,
un súbito viento
tira abajo
la cortina que
separa al público de la escena,
un árbol incendiado
atrae a las bandadas
que al fuego una
tras otra se precipitan
y encuentran belleza
en las llamas.
Humedad en la
hierba,
en las manos que
tocan la hierba,
sucia humedad y por
eso, santa.
Se
hará espeso el aire
y por el aire,
voces, semillas.
Nadar agua adentro,
hacia donde nada
sostiene,
nada calma salvo un
grito, un relámpago.
Pero queda el sueño:
allí,
desnudo, aquello que
en la vigilia
no puede verse sin
que duelan los ojos.
Queda, entre
pliegues y pliegues,
lo que en el hombre
es trabajo
y en el niño juego,
agua
que su huida
permanece,
en su avance reposa.
Y
queda también quien
sueña,
a la luz de lo
oscuro:
se colma con lo que
en otros
es pérdida, despojo.
Podría, entre oculto
y sumergido,
esquivar la muerte,
tornar
liviano el peso,
alumbrar lo oscuro...
Es un deseo; la
muerte
cava, toda uñas,
desde el fondo,
el peso obliga a ser
piedra
a lo invisible, lo
oscuro
gana porciones de
día
hasta el borde donde
se confunden
ventura, imán y
deriva.
En cada muro un
idioma sumergido.
En ellos leo, como
otros leerán
en la lluvia o en el
vuelo de las aves,
cómo infesta de a
poco su pulpa el tiempo,
en qué cieno o
ceniza se transfigura.
Parece decir ella,
la mano
en la frente,
escondido el rostro,
no, no es posible,
lejano,
ajeno, como visto a
través
de borrasca. No,
no sirve el consuelo
de la luz,
el gusto de la
fruta;
afuera, rama sobre
rama,
un agua breve, sin
sonido,
reflejado en el
agua, por un momento,
un rostro que parece
anunciar verdad
y de inmediato se
disipa.
¿Ir más allá
entonces? ¿A dónde?
Si el mar es
quimera.
Si la madre es madre
de consunción y culpa.
Si el padre es
sepulcro con una gran piedra encima.
¿Al sueño? ¿Es que
el sueño
puede al menos
justificar la vigilia,
partir la vigilia en
dos mitades,
una, de inocencia, y
otra, su espejo?
Cae, con las alas
cerradas.
(46 de la rue
Hippolyte-Maindron)
Aquí, donde
señalo, padre seco
de hijos secos
que el tiempo gasta
en bordes y
centros. Espacio
en las lindes de
lo inmóvil,
se avejentan sin
envejecer, figuras
dispuestas en
línea recta
bajo estrellas
fijas, fijos polos.
Bajo el mar, no
hay mar,
largos y vacíos
peces con ojo hueco
y marca, ópalos,
arcillas,
cobres, cada
muerte con su cábala,
cada vida con su
ojiva, y, en lo alto,
aguas dispersas,
tramas, médulas.
¿Es destino,
inocencia, idioma
de panal, de
éter? ¿Es
falso o hermoso,
hermoso y falso,
digno de sal o
digno de melodía,
abeja que pica y
enseguida muere,
sangre que
fracasa, marco
que aguarda una
tela que aún no es pintura,
estrella que cae
al suelo
y estalla y
disuelve tiempo y sombras?
1
Mi perro apoya su
cabeza en mi rodilla.
Esta mañana otro
perro lo mordió y aún,
luego de horas,
siente miedo.
Afuera el mundo
empuja a las criaturas
hacia nidos, camas,
agujeros, albañales.
2
Tiene que haber
un centro en el fuego,
un ojo en las
llamas -
me digo a mí
mismo
mientras ando en
plena tormenta
hacia una
hipotética zona de calma-.
3
En todas partes y
en ninguna,
un dios precario,
de última hora,
abandona la
geometría
y se abandona por
completo al más puro azar.
(A Pedro
Enríquez)
Se percibe,
aunque invisible.
Aunque, de a
poco, se disipe,
diálogo apurado
al borde de la tormenta.
Aunque hayan
variado poco las orillas,
el mar haya
seguido depositando algas en la playa,
los mismos y
oscuros clientes
hayan entrado al
mismo y oscuro cuarto
y no se
desnudaron y desnudaron
a la misma y
oscura mujer de siempre.
Se replegó lo que
no debiera replegarse,
sin perder
tiempo, sumiso.
La lluvia inundó
lo vacío de ley.
Y fue ley lo
pedregoso, lo oxidado,
el revés, la
espalda, la nuca.
El padre sabe lo
que el hijo no quiere saber.
Contra la
pizarra, la centella.
Estalla, se
esparce
detrás de los
vidrios de vagones vacíos
y, adelante,
todo, incluso la muerte, pálido, a la deriva.
Tengo por fin un talismán
-lo
oigo
-:
no, un rincón
húmedo,
una mancha en el
pañuelo,
una memoria de un
humo lejano,
salido de una
materia anónima,
errónea, que
arde.
La infancia acaba
con la primera fiebre.
Luego, hasta
siempre,
a cada rato, el
aire se angosta y ahueca.
(Setiembre 16,
2003)
Tiembla la gota en el extremo de la rama.
Abajo, el animal
vacila entre huir o quedarse,
husmea en lo dado,
orina, con angustia,
en lo negado. Lo que
sí muere
es la hoja, ya vacía
en sus nervaduras.
Noche: prosa y
número detenidos en reflexión
tan pura como
inútil. Antes,
supongo, fue el
vértigo de lo fijo,
la quietud de lo
móvil,
el pecho único que
amamanta, el ave
que se pudre al sol,
antes de la tormenta.
Luego, lo sabe
alguien, pocos,
el pan bajo la
tierra, la piedra en el plato,
partida y comida
aunque nadie tenga hambre.
Hija, ¿qué otra cosa
puede ser el mundo?
Y acuérdate como has
dormido y después has despertado...
Juan Luis Vives,
Introducción a la sabiduría, X.
1
Desnudo, expuesto a
la radiación del día.
Se tuerce la hierba
en dirección opuesta al viento,
luego de ser pisada
por dioses torpes
y alguna que otra
bestia.
Duele.
Es un dolor sin
especie, sin mancha.
Un dolor que mata de
otra muerte,
casa vacía en la
tormenta, río inmóvil
donde lo único que
dura es el olvido.
2
Hubo un libro. Leído
más allá
del deseo, de lo que
desgasta la madera
y torna inútil cada
vela encendida.
¿Cuándo?
Será pronto de
noche. Habrá ojos,
pequeñas luces en la
distancia,
montículos de tierra
seca,
lámparas caídas –
aún encendidas-
sobre débil certeza
y ciencia errónea, ciega.
3
Piensa. Y lo que
piensa lo empuja
hacia algún centro,
alguna carne
anónima, envuelta en
trapos;
pero, ¿ dura todavía
su boca,
persiste su lengua,
aguanta luego de las
horas
el deseo?
4
Detrás,
tal vez, sople el
mar.
Sople algún verbo
fuera de todo
destino de limo, óxido.
Tal vez, ungüentos
de Avicena,
bosques de abrazos,
cultivos, enjambres,
húmedas implicaciones.
O, tal vez, lo
mismo.
Se incorpora. Se
viste. Anda.
La hierba se
reacomoda.
A su paso todo
parece encontrar
dentro de sí cierta
forma de la calma.
No debe ser mucha la
distancia
- piensa.