SUSANA VILLALBA
(Buenos Aires, 1956)
del
libro
Plegarias
(La
Bohemia, BsAs., 2004)
El exilio
de Sócrates
Dejarías un
olor, un río siempre un poco más allá, en alguna parte que no ves pero
te arrastra como una triste y lenta identidad que arroja al fondo del
mar lo que la tierra ofrece. Un nombre que hace orilla, que va en la
superficie sin fluir. Después sería mar afuera, más afuera que la
propia intemperie, esta barranca. Suena en la noche a cubiertas sobre
los charcos que deja la tormenta, una ciudad que rueda hasta su límite
y regresa, un chapoteo.
Dejarías el
campo que ves en el olor del cielo desde una ventana de edificio, ese
olor a diamante, a puro azul por nada que te incumba en un otoño tibio
y desleído como todo recuerdo. Vas a extrañar el viento, el viento va
a extrañarte, nada te dejaría, nunca te abandonó el pasto, la acacia
no te opuso resistencia, la lluvia nunca fue más fuerte de lo que el
cuerpo pudiera soportar, siempre te tuvo el sol, el cielo estuvo en
cada lugar donde miraste, en esta foto, en este punto que la vista ya
imprimió cuando tu corazón pregunta qué es el mundo.
Llegó un
momento en que no había fin, es decir no había comienzo, camino,
sitio. Ni la lluvia terminaba, era una masa negra, un día y otro. Pasó
una bicicleta, un perro mojado. Por la noche no había colectivos, por
la mañana no había qué hacer. El mundo giraba como la rueda de
Italpark que nos arroja afuera. Una orilla entre abismos, ese río como
un león que sobre el agua no puede dormir ni caminar. En ese
desconcierto está el lugar.
Vas a
dejarlo, a dejarlos en la playa de escombros, frente a los barcos
oxidados. Dejarías la lenta ola marrón que nunca viste, los sauces
cayendo sobre chapas, sobre cenizas y cueros descarnados, el olor a
petróleo y a pescado de barro, los ladridos, las fogatas. Dejarías el
rincón donde leer, la lámpara, el mantel donde el café se enfría y se
escucha ese frenar de colectivo, es decir que amanece en un lugar
donde amanece así, por el sonido, por una persiana de metal que se
levanta, abruptamente baja, gritos, cascos de caballos, un olor a
cubierta quemada en las esquinas.
Dejarías de
saber que no se sabe cómo, que lo que no se puede se hace olvido,
nadie quiere encontrar dentro de sí lo que no tiene lugar cuando
aparece. Los dejarías tristes, no aterrados. Los dejarías saber lo que
ya saben. A la orilla de sus cuerpos, no vas a poner fuera de sí a
quien ya estaba lejos de sí mismo para no perderse. Saber no es
entender.
Quién
pregunta. A quién realmente hablabas. A qué poder reflejaste en su
ignorancia. Los dejarías a medio callar, a medias responder. Sentiste?
O preguntaste qué sentían?
Dejarías el
subte, las mesas ambulantes de relojes y enchufes tapados con un nylon
cuando llueve. Vas a dejar la luz amarillenta, la basura, las
pensiones donde subiste a preguntar. Vas a dejar de preguntar. Se sabe
ya que ya está todo dicho? Vas a dejar la sensación de pez boqueando
en humedad que no es aire ni agua sino ese respirar como si no, el
pecho un puño ante el asombro de lo que siempre se sabe y no se puede
creer. Siempre hay más realidad de lo posible. Es más posible
comprender la oscuridad del cielo que la de esta conjura que esfuma
una ciudad ante tus ojos. Una bruma, resaca de los puertos, una
barranca de cebos y curtiembres. Pampa. Lluvia. Viento. Nada.
Vas a dejar
las calles anegadas, las veredas, las tiendas de ofertas, las
clausuras, los carros cartoneros. No sitiados por agua, desde el
centro encerrados afuera, como en estado de sitio para nadie. A quién
preguntar. Cada uno sabe lo que siente: quisiera otras preguntas. Por
qué este río tiene el ancho de un mar, por qué el mar es profundo. Es
más sencillo comprender por qué es ajena el agua que la tierra. Bellas
preguntas sobre el olor del sol que permanece en una sábana, vas a
dejar estas terrazas, los cables pinchados, los fuentones que juntan
las goteras, los gatos en una construcción abandonada.
Como esos
bichos transparentes que agonizan de nunca nacer completamente esta
región pregunta su lugar. Vas a dejarla sin repuestas. Vas a dejar el
color gris, el grito del boyero en la tarde. Nada te deja, ni la
melancolía ni la alegría súbita si deja de llover y el horizonte
estalla en luz como una repentina comprensión del universo. No del
mundo. No del día en este mundo que se acaba si un solo hombre cubre
la lámpara de aceite.
Partir
adónde que no esté tan a la vista la respuesta que demorás con tus
preguntas. Ninguna explicación tiene sentido. Podés cambiar el método,
el sistema, mejor o peor no hay más que hombres, piedras, cielo,
aceite, agua. Veneno del aire detenido, sin inspirar para avanzar, sin
suspirar para entregarse. Ni el alivio. Ni retener el aire por asombro
ni por furia o temor. Como quien traga saliva y lo que piensa, cicuta
la respuesta que sube del estómago y queda y sabe que no importa. El
que pregunta a un hombre se encuentra con que el cielo en el hombre es
un silencio.
Donde
fueras no irías más lejos que la sombra, no irías más lejos que el
fracaso de ver en cualquier sitio la mirada perdida del que sabe que
saber llega hasta el río. Y vuelve.
Te
dejarías llevar por esta lluvia, los recuerdos, un tren en el que
hiciste la pregunta equivocada. No es el temor de no poder salir -te
respondió esa mujer en el Sarmiento, su casa quedó bajo la inundación,
en La Matanza- no sé dónde volver, dónde llegar, a dónde ir, usted no
sabe. De un modo animal ya lo sabías, por eso no te vas. Dejarías el
patio, el almacén, el olor a jabón y a café que tiene la mañana en el
bar de Quintino Bocayuva. Ofician de obviedad si cada mañana
preguntaras dónde estoy.
Qué
significa dónde, estoy en qué sentido, lugar desde qué punto de vista,
quién significa qué, siempre hay otras preguntas. Llegó un momento en
que no había fin. No había principio si siempre llegabas al mismo
comienzo de esta historia. Llovía y aún bajo la lluvia los hombres
carneaban una vaca caída de un camión. Como una foto de manual. Ahora
venía la parte de no ahorrar sangre gaucha y todo eso. Conócete a ti
mismo. Sagradas escrituras. Cruzar el charco o perderte en el mar o la
cicuta o avanzar hasta que cada pregunta se encuentre con su piedra.
Con su orilla. La sangre llega al río y pasa. Y llueve. Como si nunca
fuera a terminar.
En La gasolinera
(20 de diciembre de
2001)
No
era en la pantalla, era en la esquina, en la puerta, tampoco era una
guerra, el huracán ahora sí arrancando una raíz. Que no salía, no hay,
no estuvo nunca. El hongo vuelve a crecer en poco tiempo, la falta de
pasión que cada uno siente por sí mismo, ningún nombre, lugar, tarea
en que mirarse. Ni la tormenta continúa. Una ráfaga, disparos,
truenos, cascos de caballos. Y una larga noche en que los fuegos se
apagan despacio hasta la nada que crece otra vez. Como si nada. Crece
como una pátina grasosa en el día, en los amigos, en un libro, en el
cuerpo, en el café. Todo se opaca, todo cansa como el trabajo en lo
que se echa a perder a cada paso. Nada cambia en lo que nunca es igual
pero pasa, algo, siempre. Estaba ahí.
Estalla y se consume en encenderse, como el fuego. Después lo ves en
la pantalla, en soledad otra vez cada uno se ve como un actor que fue
de programar lo que no era, tan directamente en vivo que no llegó a
escribir lo que será. Se cubrió la ciudad de escombros, de cenizas. Y
el moho de la historia repetida.
Una limpieza de año nuevo, de muebles, tirar la agenda, los papeles,
cañitas voladoras, jirones de guirnaldas que deja la tormenta. Que
salgan los fantasmas, con velas, con puñados de sal en los rincones,
con farolitos chinos y luces de bengala, cantos para alejarlos. Y
otros fantasmas esperaban detrás de los roperos. Y otros. Siempre. Ni
padre ni madre ni verguenza ni música ni hambre ni comida, ya, nada
más que que una piedra estallando contra un vidrio. Cada uno una
piedra, es decir, ni siquiera triste.
Relámpago de furia y se es también la astilla de vidrio que alguien
barre en la mañana, fragmento de la historia sin embargo, una luz en
soledad acompañada. La piedra rompe el propio corazón donde otro
corazón crece mañana, en pánico aunque habiéndose mirado por fin como
alguien que se quiebra. Haberse visto en algo que sucede por su mano.
Y espantado ya no recuerda qué desea. Un televisor. Ahora lo ves en la
pantalla, pierde la vuelta y ya las sombras ganan antes de terminar el
día.
Y
si mañana no amanece, si mañana no separa las aguas de la arena, si
llueve hasta que nadie nunca más respire más que agua. Como un pez
detrás de la ventana girando en el propio olor siempre de sí, de la
casa de sí, si es que no pasa a ser un no, una nunca, nada. Todos
apostados cada uno en su puerta como si otro, cualquiera pudiera
arrasar esa cajita musical donde juntaste un poco de tu nombre, es
decir tus camisas, tus ollas, las fotos de cada navidad. Y antes que
el día de año nuevo comenzara estabas siempre comenzando otra vez. Y
otra vez a deambular en busca de un lugar donde dormir por una vez
hasta mañana, como si cada noche no fuera un barco que se mueve
demasiado porque no sabe a dónde va.
Las luces se prenden y se apagan, se prenden y se apagan en ventanas,
dinteles, balcones. Al día siguiente un sol espléndido llama hacia su
espejo imposible de mirar, esa soberbia festival mientras se hunde en
el ocaso te anuncia que sólo tu mirada lo pierde sin que pierda
realmente su lugar. Te vas moviendo hacia el oeste, iluminás la noche
para fijarla en forma de ventana, es decir lo que en el mundo hace a
tu cuerpo ahí, de la vereda para acá. Acá tu radio, tu lámpara
encendida, cada cosa siempre en su lugar, o sea vos.
No es sólo tu infancia
sino el mundo, tu mundo, tu barrio antiguamente mirando levantarse
esos ladrillos señoriales, una cúpula, un cóndor planeando en una
noche que después cayó sobre nosotros. Si nunca había nacido. Las
marcas de la infancia, un auto Unión y al doblar el murallón de Canale
se llegaba siempre a casa.
No se sabe qué se mueve,
si afuera o adentro, no lográs quedarte en algún sitio. Una cubierta
anuncia esta parada, Firestone, gomas quemadas, piedras. Este café
bajo el cruce de todos los ramales de autopista, en el ojo centrífugo,
en esa confluencia de diez puentes con una perfección de giros y
niveles y luces que hacen de la ciudad un transatlántico, un árbol de
navidad. Miles de luces blancas, rojas, en carriles que imaginan salir
hacia algo más que la salida. Exit. Fast food dice un anuncio que se
prende y apaga. El río está en alguna parte, se siente en las flores
de aromo que llegaron con la lluvia. Una pista parece cortar en dos la
catedral y el cartel de Dunlop. El olor de la nafta, de los tambores
de gasoil que usó la barricada.
Pedís un café como quien
pide que el mundo vuelva a dibujarse, tibio, familiar. El minimarket
ofrece peluches, relojes, shampoo, pegamento, internet. Pedís un
amuleto, pedís cigarrillos, pedís que el corazón encuentre una cara,
una revista, cualquier cosa que parezca aunque falsa intimidad entre
algo y algo de vos, mirás en el vidrio estallado, astillado pero ahí,
sin caer. Algo blindado entre las mesas, la gente, los autos, todo se
mueve y no, como una pista de baile con luz negra, todo enciende y
apaga como el nombre del café, como en el vidrio un interior que
parece estar afuera, alrededor sólo se ve adentro reflejado. Sentís
que el único lugar es este tiempo.
Mañana se verá. De
cualquier modo la gente se levanta, se recupera en la playa de
estacionamiento, la noche de tomar el cielo por asalto. Estaba lejos.
Estaba solo. Estaba vacío. Había que pintarle un sol, una casita.
Papá, mámá, no es que no me acuerdo, es que me siento siempre ante un
papel en blanco. Escribo que no sé si lo que veo es lo que desde
afuera no se ve.
Los buitres ya planeaban
sobre basura quemada en cada esquina. Pero eso fue anoche. Mañana,
ahora, lo ves en la pantalla. Todo lugar tiene su sombra y no sabés
dónde ponerte. Siempre dudás si lo que ven los otros es y no te
conocés porque te ven sino porque mirás a todos lados desde ninguna
parte del dibujo. En explulsar hay algo de parir, partirse un padre al
que reclaman que no prestó atención. Pero la ausencia es una acción,
nunca los tuvo. Nadie. Ya no se sabe quién ya no se ocupa del mundo,
quién los deja una vez más. Y se abandonan. Otra vez.
En el puente peatonal un
enorme Scalextric te pasa por encima, por debajo, los autos giran a la
altura de tus ojos, carros hidrantes, ambulancias, una multitud ahora
dispersa camina hacia el río por la avenida más ancha y más triste del
mundo. En un guardrail una pintada pide un dios a imagen y semejanza
de estos días.
del libro
Matar un animal
(Ed.
Pequeña Venecia, Caracas, 1995; Bajo la luna, BsAs, 1997)
La pantera
Matar
al animal
requiere un animal
sin
sombra.
Vas
caminando por un monte
o te
parece, no sabés dónde estás;
creés
que lo sabías
cuando
llegaste.
Ese
negro
bien
puede ser una pantera
o
mujer,
no te
das cuenta.
La
mirada salvaje te gusta,
no, te
calienta.
No, te
mira
como
quien no comprende
dónde
está.
Ya
estás perdida,
tendrías que llevarla a tu casa
pero
sabés cómo termina:
un
animal herido
siempre
ataca.
Tendrías que matarla,
ahora,
antes
de que sea tarde
o por
piedad.
Pero
esa mirada es una trampa,
si es
pantera
sabe
matar mejor
que
vos.
Nadie
sabe tu nombre
aquí
y ahora
él
o mujer
te da la espalda.
Pensás
en un Remington
liviano
de
distancia corta.
Pero
nadie escucharía,
Red Hot
los distrae,
a vos
también.
Y no se
mata por la espalda,
lo
viste en las películas
o creés
en eso.
Matar
es otra
cosa.
Ahora
te mira y ya sabés,
vas a
llevarla a tu casa.
Está
tocado por la gracia,
está a
la vista
o vos
lo ves, no estás segura,
o tiene
algo
que
creés comprender.
Y sin
embargo
sabés
cómo termina:
no
sabés cómo
te
hirió si te quería.
No
querés acercarte,
te mira
como miran los gatos
cerrando los ojos.
Es un
hombre
por la
manera de fumar,
se
apoya en la barra
frente
a vos,
los dos
están perdidos.
Pensás
en el Remington,
nunca
tuviste uno.
Matar
es otra cosa.
Nadie
parece comprenderlo,
el
negro tampoco pero ve
que
tenés un cigarrillo
en la
mano
y otro
ardiendo
en el
cenicero;
se
acerca y lo fuma.
Estás
perdida,
creés
saber cómo termina
y
volvés a equivocarte,
apaga
el cigarrillo
y se
va.
Ahora
nadie
se
parece a tu deseo.
Y es
que no se parecía.
Una
pantera perdida
en su
memoria
o forma
de mirar
o lo
que fuera
que no
vas a saber.
Tomás
un taxi pensando
demasiada belleza no es el móvil,
es la
coartada.
Para
matar a una pantera
hay que
cerrar los ojos.
La gaviota
La
precisión,
la
cadencia
de
fuego,
la
sobriedad con que se apuesta
entre
el sudor y el viento,
el
arenado refracta la luz
que te
revelaría inmóvil.
Calzar
a la medida
el arma
de tu cuerpo,
el peso
exacto
del
silencio,
de la
hora, detrás de la ventana.
Podrías
estar en un pueblo
de
México,
Arizona,
hay
algo en este hotel
donde
ya no recordás
qué
viniste a olvidar.
Ahora
el viaje te persigue,
cada
mañana escapás
de cada
noche
anterior.
El
temporal presagia un punto
en que
nada quede
en pie.
¿Pero
estarás aquí
cuando
limpien la playa de restos
de
tejados, pájaros
y
botes?
Ya no
se ven las casas
pero
están
y las
banderas de Texaco.
Vendrán
a buscarte.
El bus
te encuentra en cualquier sitio
en que
te hayas perdido,
saben
que no sabés
dónde
ir, como el mar
impunemente
deja a
su lado lo que mata.
Hazte
hombre, decís
a un
mar atento a tu voz
de
alto.
Masivamente pierde su eficacia,
las
guerras por millones,
los
accidentes de miles
nos
aburren.
La sal
opaca
el vidrio,
el
fondo que parece
emerger
es previsible,
ensimismarse es engañoso,
culpable de suicidar
o
seducir.
Llevo
una bala entre los dientes
cuando
beso,
tengo
en la lengua el gusto
a metal
de la Hotchkiss,
tus
muertos gozan
un
funeral de escarabajos.
En los
baños de rutas
o
estaciones donde hago el amor
sin
desvestirme, yo sé
-decís
al mar que rompe
las
sillas de la rambla-
lo que
es un corazón,
se
macera en lo mismo
que lo
pudre
que es
su orilla.
Aquí
estoy
y no
llegas,
sólo un
escupitajo,
un
toldo desgarrado,
como un
adolescente.
Me
alimento de verte.
Podés
confiarme ese secreto
deseo
de matar despacio
y
razonado como un hombre,
hacer
de tu vaivén una estrategia.
Un
cazador
inventa
su animal para matar;
en cada
huella ve su sombra
a punto
de saltar
a la
existencia.
La
hiena ríe última
y sola
ante
los restos.
No
confíes en quien bebe
ante un
vidrio,
ante tu
corazón que persiste
en
desplegar su botín de espinazos
hebillas, caracoles,
lo que
creés abandonar
te
delata
con su
resaca de oros,
todo es
memoria
en
perpetuo movimiento.
Soy,
como vos, el cuerpo
de la
bruma,
su
límite, ir
y venir
por nada que comprendas,
haszte
hombre, yo te diré por qué
se
agita el mar.
Tu
amenaza, decís,
empieza
a ser monótona,
constante tu inasible
país,
tu lengua
que
promete rodar en la saliva
del
destino,
acabar
en el vacío completo
de
sentido, es decir
no
escuchar.
Ya ves,
soy la
granada a punto de estallar
en
defensa del amor
en el
momento del amor.
El bus
parece
haberte olvidado,
los
barcos no salen hoy,
estás
atrapado
entre
cielo y tierra.
La
voracidad de la gaviota
resiste
en el viento,
un
plomeo abierto,
convincente,
cae en
el alféizar.
Abrís
la ventana y la llevás
a la
mesa,
sabés
que el barman se molesta
pero
sos extranjero.
Boquea,
metés los dedos
en el
brandy
y dejás
caer gotas
en el
pico,
se
retuerce con un grito afónico,
golpea
contra la mesa
el ala
destrozada,
se
pegan plumas en tu vaso.
Vendrán
a buscarte.
Vendrá
el bus y el mozo
tirará
el cuerpo a la basura,
dejás
tus restos,
cumplís
tus pactos.
El mar
ruge, ciego,
después
de todo no mata
para
ver,
no
entiende nada.
Te
levantás,
esperás
que te encuentren,
cada
día en esos cuartos
con
olor a cajones vacíos,
a
cepillos o navajas olvidadas.
Cada
ventana abriéndose
a un
camino
que
baja siempre al mar,
siempre
un cartel
que
dice usted está
aquí.
Siempre
un lamento de gaviota,
animal
de petróleo y basura
y
viento,
decís,
dando la espalda al mar.
Una
pasión de metralla
requiere el silencio del cuchillo,
la
sorpresa
en el
discurso, ser
y
desaparecer en acción.
Soy el
disparo.
La occisa
Si
pudiera volver
la
cabeza.
Los
ojos, sí
los
ojos permanecen
pero yo
permanezco
inmóvil
como
siempre y sin embargo
ya no
importa.
Existe
un paraíso
del
cuerpo
prometían los ojos,
infierno de saliva
arrasando palabras,
pensamiento, ser
desde
adentro
hacia
afuera un fuego
líquido
y afuera
sólo
tacto
de mí.
Y ahora
que la bala penetra
una
real calcinación
me
atraviesa un relámpago:
esa
mirada es una trampa
y ya no
importa,
fluye,
el
deseo es un río,
le
dije,
no
detengas su curso.
Todo es
líquido,
el aire
como bruma pegajosa
en la
garganta,
los
sonidos,
no veo,
me derramo
hacia
adentro,
agua
estancada
lo que
fue pólvora viva,
volumen
sanguíneo en las vísceras
conscientes ahora de sus ritmos
ralentados,
humores
venenosos del alma
que
también es un cuerpo
eléctrico.
Un
fluido escapaba
hacia
los ojos
que al
mirar capturaban en un punto
de
impacto,
velocidad en boca,
un alto
coeficiente
de
volteo hace una presa
del
enigma.
Nunca
fui el cazador
siendo
rapaz como el deseo
es como
el viento
que no
sabe qué arrastra,
qué
doblega,
por qué
aleja al acercarse,
por qué
le da una dirección
lo que
resiste.
Algo,
una baba,
una
pluma venida del espacio
toma
forma,
toma
desde dentro
un
cuerpo que pueda tomar cuerpos,
una
ciudad de poseídos.
El
verdadero horror
en las
películas
es que
siempre comienza
la
misma situación,
cuando
cierra la puerta
y
suspira
se
rompe la ventana
y
vuelve a correr.
Sólo
hay dos en esa cinta
de
Moebius
y ya no
sabe quién perseguía
a
quién.
No
importa, ya no puedo moverme
y hemos
vencido
los
dos.
Hemos
perdido
lo
áspero,
los
vientres pegados de sudor,
la
radio,
una
lámpara en invierno,
acariciar los libros,
las
manos se deshacen como papel viejo,
he
perdido
la
textura de tu espalda,
el
árbol,
cicatrices.
Sin
embargo siento el agua
alrededor,
me
estoy hundiendo
suavemente.
Acaso
imagino una lluvia
que no
llega a mi oído.
Un
gusano de hierro se abre paso
en una
pulpa,
no es
que caigo, voy perdiendo
sentido.
Ya no
veré el acero,
el mar
ni una estación de tren
abandonada.
Me
condenaste al tedio,
a la
nostalgia monocorde
por
alguien que no está:
mi
propio cuerpo.
Solitaria
eternamente sabiéndome
invisible
aun
para mí misma.
No
importa,
ya no
puedo pensar
ni
imaginar lo que no sé
cómo
será
y
cuando suceda, como siempre,
ya no
tendrá importancia
entender.
Es un
río,
dejémonos llevar,
le
dije, a donde sea.
Fue un
error, como un viento
diciendo soy un viento,
un giro
repentino
de
nosotros.
La
oscuridad como una piedra
me toma
desde dentro,
mi
cuerpo es la sombra
de una
piedra
y
todavía tiembla
un
centro
como
lava,
una
bala que busca salida
y ya no
importa,
interesada en el esófago,
un
reguero,
una
película en que todo estalla
es una
bella imagen
que ya
no podré ver.
Instantes de oro
y años
de polvo
será,
como la vida,
la
muerte.
Dónde
está la luz
cuando
se apaga.
Voraz
como el deseo
como el
fuego no quiere devorar
sino
encenderse
nunca
fui el cazador.
Pero
que sea yo la víctima
también
es un error
o un
accidente.
Si
desperté pasión
no tuve
el mérito del cálculo,
si
arrebaté lo ajeno
no tuve
el usufructo,
si fui
el testigo no supe
con lo
visto
más que
dar testimonio.
Quizá
como el amor, la muerte
como la
vida
no sea
para siempre.
Será
una travesía,
si miro
hacia atrás
sus
ojos
podrían
retenerme.
Sin
embargo tampoco
es
halcón, sobrevuela
defendiendo un baldío,
dispara
contra el viento como un ciego
con una
pistola.
Un
individuo en posición
decúbito,
aspecto
de masa
cenicienta,
alojada
en el canal
la bala
ahora es lo que queda
vivo
y este
fluir del pensamiento
acaso
será siempre
una
cámara lenta del disparo.
Un
trueno primero,
después
el relámpago
reabsorben en una sensación
fulminante de silencio.
También
hay una muerte espléndida
que
tampoco me tocará en suerte.
No
importa.
Susana Villalba
(Buenos Aires, Argentina, 1957). Como poeta ha publicado: Oficiante
de sombras (1982), Clínica de muñecas (1986), Susy,
secretos del corazón (1989), Matar un animal (Caracas,
1995; BsAs, 1997), Caminatas (1999) y Plegarias (2004).
Creó y dirigió la Casa de la Poesía del Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires y el Festival Internacional de Buenos Aires en 1999, y en
2000 la Casa Nacional y el Festival Internacional de Poesía del
Gobierno de la Nación. Pertenece al Consejo de Redacción de la revista
y editorial Ultimo Reino. Tiene seis libros de poesía publicados. Dio
talleres literarios en la Facultad de Letras de la Universidad de
Buenos Aires. Es también periodista y dramaturga.
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