VÍCTOR SOSA

       (Montevideo, Uruguay, 1956)

 

MÁS ALLÁ DEL PRINCIPIO DE MONTREAL

 

 

(exit)

 

Montreal se anega en la ranura del verano. Nada su isla, su-

da muselina el coma etílico. Si llora escampa. Pero ninguna

llora. La hidromiel de la madre en el bastón de mando del

demiurgo no es cera suficiente. Postrimerías, sí. Quimeras

de Québec que se deshielan hilo a hilo en el lodo, o en esa

palaciega lontananza: las gaviotas. Y un viento saludable no

salobre sacude el cableado oculto. Acupuntura en la punta de

la lengua. Piscis a sotavento. ¿Yo? asomo en lo oscuro el lomo

y me sacudo el embadurnado cemento en lo más áptero de la pan-

creatitis. Camille Claudel. Un oso pardo pandeado por el mal uso

y hormiguero. ¿Dónde das vuelta, Sísifo, si llueve? Y la montaña

¿va a la Meca? La diminuta vietnamita abierta en canal encostalada

ayer sobre los arrozales (a. C. y d. C.); extirpados los pulgares

a punta de calada bayoneta (ni el forense lo supo). Erupción, sí,

en la cutícula del dedo. Un mudra cubista (el napalm dio origen

al arte moderno en Indochina) sobre las orientales herbolarias.

Pero la fe no se pierde, se abandona cuando, frente al pelotón de

fusilamiento, decidimos dejar de fumar de-una-vez-y-para-siempre.

Ámame y lo verás. Refriega sobre el bronce del obeso tus tristes

trenzas, negra, y pídele en susurro dos deseos, o tres, si es que no

tiembla. Ah, castor, qué quieres que te cuente. Que dicen que

Nefertiti más bella que Cleopatra. Y Alejandro, ¿habla? Ése duerme

ahora en los laureles; doma a Arjuna en el sueño; se abastece en

esa balalaica de la fama. Luego el depravado del acetileno entrando

en la morgue a oscuras, auscultando. Si lo ven lo pellizcan hasta

el yeyuno, o hasta bien entrados en la datilera del rey. Le regalaron

una locomotora a vapor pero no sabe usarla. Se precia de listo pero

en cuanto se queda solo suda, se le cae la jabonera, asusta al ruiseñor.

¿Acaso crees que te escucha cuando te echas? Pobre kan sin montura

y con esa miopía que se ve de lejos. Evaristo, le decía la madre, pero

se llamaba, ¿cómo era que se llamaba? A nadie le importa; los pueblos

no tienen memoria (y así les va). La patota a la salida del liceo y el

zapatero remendón con la cesura a punto en la clavícula del tiburón

y el talismán que cae justo cuando se descalza. Emma toma. El bebe-

dizo berebere sabe más a franela que al concentrado de azafrán y

zarzamora solicitado al camarero. Prescribía un día antes de la

concepción. O un día después. Bombay en la mira. Un blues azul

inundando el binocular de Von Humboldt; acantonado en la mecedora

de los Andes (5.300 sobre el nivel del) y con el ponchito ecuatoriano

amarrado de punta a punta a los dos élitros (contento en su melaza)

para ver si así se seca. Pero no se seca. A causa del vapor del Titi-

caca o de los detritus de las marisquerías clandestinas (Lahassa

es una) que van cayendo a renglón seguido en el despeñadero y

una música (Triunfo de la voluntad), una música de arpa y ese

tamborileo sobre el mármol que se abre, acaso, paso en la gamuza.

Un útero es una zona de paso. Un plato de alcauciles sobre el almidón,

tarareado como al descuido desde el glotis, es una zona de paso. Un

ánfora es. Ahora, si me preguntan cómo o por qué, no sé decirlo. Me

monto en el sidecar acuclillándome sobre la gotera de la palangana

con el testículo atrofiado estornudando, alérgico, al baño de María.

Total, nadie te ve. Nadie te besa en el anillo Anacaona. Y luego

Andes: Nevado de Santa Marta, 5400; Nevado de Tolima, 5650; Nevado

de Hulla, 5750; Chimborazo, 6310; (Cordillera del Cóndor); (Desierto

de Sechura); Nevado Huascarán, 6780; Huagaruncho, 5748; Nudo

Coropuna, 6615; Nevado de Illimani, 6710; Nudo de Ampato, 6200;

Nevado de Sajama, 6520; (Pampa del tamarugal); (Desierto de Atacama);

(Puna de Atacama); Nevado Ojos del Salado, 6100; (Cordillera de la

Costa); (Cordillera Ollita); Aconcagua, 6959; Tupungato, 6800; Maipo,

5328; Sosneado, 5189; (Cordillera del Viento); Tronador, 3554; Fitz

Roy, 3375; Darwin, 2300. Andina anémona de Indias acicalada para

regalo a los Católicos. Engatusada con la paella pontificia y bien

amarrada de cabo a rabo (creían que era sirena) en el funicular del

cabotaje; cacao los dientes, yesca en ese manadero de su menstruo

que manchaba hasta Alaska. Pólvora encostrada sobre las transparentes

cristalerías del pezón. Más allá la caballada y el ganado lanar abrevan-

do en la barahúnda de Alagoas. Pero recapitulemos. Reconozcamos

el error en el momento menos pensado. Porque el error no se piensa:

sucede, no cede al susto sedentario de la políglota razón. Anida en

el vacío del anillo cuando el dedo se va y/o se mece como holocausto

en el fenotipo de las identidades tan equívocas. No se equivocan los

que mienten, los que en las romerías del festín de Esopo confabulan

entre el cuchicheo y las chirimías de los fláccidos facones. Romper

todos los vidrios, eso es lo que hay que hacer. Retirar el mantel

antes del postre con un gesto severo (ver en el entrecejo) de torero.

Y díganme quien chista ahora ahí, cuando la cristalería (¿cómo?), ah,

cuando la caballería se parapete con el arcabuz sobre la balaustrada

y detonen: tilden la i de tilo hasta que la glándula se vacíe, sebácea

egea que gira hasta polinizar. Pero es pura imaginación. No le crean

un ápice, no le zurren la sábana celeste (varón dijo la partera antes

de rebanarle de un tajo la placenta), no le nombren nada que no tema

porque si no trifulca, el tamboril de guerra, un Canaletto que crece

en cada valenciana. ¿Y aquello que no crece, que se hunde? ¿Y aquél

que cual raíz se arraiga en el solipsismo espeso de lo hondo? ¿Lo

ven o no lo ven? No lo ven, lo oyen en el clavijero del ventrílocuo,

rascando herbívoro los cofres enterrados con el calloso muñón

del peroné. Atletas (quién diría) debajo de la tierra. Atanores

todos indostanos inseminados por la cibernética. El tiempo no

pasa en vano. Se aprende, o no se aprende, pero (caminemos

un poco) se deduce por el aliento la verdad. La Vera Cruz que

zumba en esa llama ensimismada en la anestesia de las hadas;

algebraica, alógena en la axila y celular, pilosa el arpa que destiñe

talcos cuando con la punta diagonal incandescente se aprieta hasta

primera sangre su lunar. Qué potencia el aplauso, qué parque ve-

hicular constataríamos si en lugar del azahar, azufre y sinfonola,

sastrería y vedanta, ajo en el ojo de los eucaliptos. Raquitismo, dijo

el doctor. Y el tenista se inclina pausadamente para recoger la pelota

que rebota en el hervidero de la ubre. Alérgico al gel se rasura con-

tra la amura del agorero torno matinal hasta que caduca o hasta

que el ganglio estría en la flebitis (asa branca) del trompo. Si triun-

fas un tiovivo, pero si no triunfas (sacabocado al glande Mussolini),

ungüento y ululante urticaria en el oxidado anzuelo de la vasectomía.

Mimo más cruel no hay. El caramelo de Mengele para que no llore

y, al lado del osario, la fotografía del ferrocarril y el adeene ario

de la orina inundando a la desde entonces desdentada. Le vaciaron

entero el paladar y le soldaron (autógena) la cremallera en el ya de

por sí deteriorado ventrículo nasal. ¿Y la melaza cefalorraquídea?

¿Y la paraguaya degustación de los palmitos? ¿Y dónde estaba en-

tonces Ptolomeo? Se lavan las manos. Yo no vi nada yo no escuché

nada, repite la etrusca tía de los hortelanos. Y el vetusto del Vaticano

allá en Gomorra, Y Trilce. Y si se seca no es mi culpa. ¿Y si le ven-

dáramos los ojos a Isis para que tanteando nos busque en la vendimia?

Ícaro huérfano en la cruel edad de su teatro, y títere. Ilusa sed

del púrpura hacia el nuncio malversando esa fe en las frías aguas.

Hititas por doquier, desembarcando. Y uno mira hacia atrás la misma

daga sobre el domo del dogo el mismo día en que Noé naufraga

para siempre. Carbono 14 desde el minué de la peluca hasta la ósea

pelvis de la lanza. Microorganismos en el indiviso bisel del capuchón,

floridos. Una fortuna les costó sacarlo (2001 años de odisea submarina

y esto recién comienza). El resto es aerolito, alzar la encía de Dios

de los océanos y entonces prótesis; restauradores, cocineros, salmos,

testosterona en odres de Odiseo bajando desde Persia hasta la Habana.

Qué caravana de flamencos, Funes, enceguecidos adentro del encéfalo

orbitando. Y picos y pespuntes y oropéndolas entre los intersticios

gustativos de la res desecada en la salmuera (intercostal) y rumia.

Azulejo es el mundo. ¿O no? La próstata: azulejo. El ralo rastro

del mandril sobre la triste estrella pituitaria, ¿qué? Quieren que

diga azucena, ¿para qué? Para o por nada o por puro azul la cena

siempre sola y la última olvidada en la uva (pan) y en el centeno

(vino) que el íntimo discípulo revierte. Desperézate, salta de tu

tatami samurai y haz alma con lo que sobra de ese algo. ¿Te seduce?

¿Te cloroforma el húmero la vid o cómo cantas? ¿De dónde a la

laringe si no reza? Absceso (exit) suerte que te tiende el ala cuando

vuela; te acantona en la larva del cetáceo y nube y níveo humo el

camafeo que tan desproporcionado se desprende del hábil busto

ése de Minerva. Mira las manecillas de la arena; mira el esdrújulo

grumo de los lotos; mírame a mí; mira -siempre a buen resguardo

del pentotal lamoso del vecino- la canora caricia de la infanta

sobre el oblongo mohair del circunciso; mira, por último, el

calisténico calafateo de los átomos que saben lo que hacen. Haz

como ellos, ácrata en la catrera de ese verde eneldo que no arde,

y zarandea la cirrosis sobre los leucocitos de Van Gogh, y a ver,

en todo caso, lo que pasa.

 

Víctor Sosa (Uruguay, 1956; reside en México desde 1983). Poeta, crítico y pintor. Ha publicado los libros de poesía: Sujeto omitido (1983), Sunyata (1992), Decir es Abisinia (2001), Los animales furiosos (2003), Mansión Mabuse (2004) y los libros de ensayo La flecha y el bumerang (1997), El Oriente en la poética de Octavio Paz (2000), El impulso (2001) y Derivas del arte contemporáneo en México (2003).                                                                                  

Ha recibido diversas distinciones, entre ellas, el Premio Luis Cardoza y Aragón para Crítica de Arte, 1998, y el Premio Nacional de Poesía Pancho Nácar, 2001.

Es profesor en la Universidad Iberoamericana en México D.F. y otras instituciones.

 

 

 

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