ALEJANDRO RICAGNO
(Buenos Aires, Argentina, 1962)
La
canción del niño lámpara
(New York, Pen Press, 2003)
I
Imposible asistir al
nacimiento del niño lámpara.
Nadie sabe en qué
oscuridad primal gestó su energía lumínica. Qué barro lo alimentó
hasta la chispa, el destello. Allí, en su rincón se sostiene al borde
de la fiesta. Alto, oscuro, con la excepción de su cabeza aureolada
por la pantalla, piensa, sangra, sueña. Tal vez cante: la luz del
niño lámpara.
II
Escucha: yo conocí al
niño lámpara cuando brillaba, todavía.
Escucha: yo me maravillé de la generosa porción de
luces que regalaba. Siempre al borde de la fiesta.
Escucha: nadie escapaba a su influjo. Nadie le
hablaba.
Qué difícil la conversación con el niño lámpara cuando
su territorio consistía simplemente en el silencio luminoso.
III
Alto. Oscuro. Su cabeza dentro de la pantalla redonda
de destellos blancos, amarillos, rojos.
En el silencio.
Hasta
hacer del silencio una canción de luces. Terrible su desesperación en
el silencio colore-ado. (Nadie la nota, enceguecidos por la cálida
luz, por su fenómeno portátil.) Tal vez ése sea el tono secreto de la
canción del niño lámpara.
IV
Cómo podemos encenderlo,
si nunca se apaga. Cómo podemos entrar en la semilla de su oscu-ridad,
si todo es destello. Si él ilumina de costa-do el corazón de la
fiesta, no baila, no habla. De pie. Oscuro (a excepción de su cabeza
oculta en la pantalla, sombrero giratorio). El rincón íntimo. Cómo
deshacer el sortilegio con que nos protege y se protege del abismo de
su propia oscuridad. Esa que enciende y fulmina para impedir la
catástrofe negra, noche de las noches, cerrada sobre nuestras cabezas.
V
El primero en llegar, el último en irse. En lenta,
imperceptible disolvencia. Disminuye su potencia a lo largo de la
fiesta (del crimen, del abrazo). Testigo que alumbra para callar y
olvida. En el rincón: la callada insistencia del niño lámpara, como
una manera amable de la invisibilidad.
VI
A la vera de lo que entra por el otro costado. Flechas
de luz que surgen de un San Sebastián
inverso. Oscuro y múltiple. Las
parejas en la fiesta esperan que este cupido solo, alto, negro
(excepción de su cabeza coronada), les abra la carne con apetito de
carne.
Certero el arco del niño
lámpara: ilumina apenas lo necesario para dar en el blanco.
del libro
Negocios de estos
días
(Ediciones Eloísa, Buenos
Aires; 2002)
Pedagogía y distancia
A Franchi
Viene y dice: “Enseñame;
quiero aprender.
El deseo de crecer en el
deseo. Enseñame cómo.
La manera de mirar el mundo.
Enseñame qué
mundo mirar, o qué mundo mino
cuando miro.
Las palabras, dice; enseñame.
Los otros; dice.
Cómo hacen; cómo saben; saben
qué; hablar,
trasladarse de un pensamiento
a otro. De una red
a otra red”. Entonces –otra
vez!- soy el que debe
desprenderse de sus dudas, de
la cáscara de sus certezas otra vez.
Cuaderno abierto sus ojos – la
sed, la clara, la profunda
en sus ojos cuando pide.
Debo tener cuidado de lo que
escriba
en él. Cuidado de regar las
dudas como plantas de invierno,
de cortar qué mala hierba en
las pocas semillas de mis certezas;
pelusa en los bolsillos.
Deshacer debo la red de mis trampas;
evitar caer en la pregunta que
su sed –la clara, la profunda-
lastima en mí la enorme
distancia en el tiempo enorme.
Si trastocara distancia en
años por kilómetros, menor sería
el riesgo y la fatiga.
Cualquiera puede desandar veinte kilómetros;
parar en esa posta, abrir la
habitación que dejó, airearla y mostrar
los cuadros de la exposición.
Veinte kilómetros no hacen un pasado;
apenas un recorrido
exploratorio. Puede, entonces, enseñarse el lugar
como contemporáneo del lugar a
un huésped contemporáneo y próximo.
Pero él dice: “enseñame”.
Y el mapa se vuelve
calendario.
¿Afinar la distancia, el
tiempo, para que sea posible plantar semillas,
desechar cáscaras, cortar
malas hierbas en jardín ajeno?
Pero en mi bolsillo todavía
pelusas, redes sin desplegar,
kilómetros y kilómetros de
gestos que fueron oxidando el cuerpo.
La erosión, no en el camino,
en los pies. Y el alma impura
de limpiarse en ojos como
esos.
Qué palabras, digo, gestos
qué. Con qué manos señalar
lo que los ojos deben mirar; y
cómo entre asperezas deletrear
al menos algo de esperanza,
o la elegante seguridad de
caminar erguido;
las manos en los bolsillos sin
pelusas de los años.
Mi pobre saber detenido en
estaciones, no suma, no agrega;
y si lo hace es con una
transparencia que no borra en el cuaderno;
empaña apenas la figura
inicial, el garabato borroso.
Me descanso en estas
enseñanzas de irresponsabilidad limitada
por los años detenidos, por
los veinte kilómetros, por los ojos del amigo
que podría ser mi hijo o mi
amante;
nunca un contemporáneo.
Porque en su cuaderno fulgura
una plenitud sin hojas arrancadas todavía;
así la muerte incluso haya
soplado cerca suyo, de mí,
o de la historia.
Esta es mi biografía, podría
yo decirle.
Entre cáscaras, entre pelusas,
entre redes.
Esta es mi biografía:
enseñar lo que no sé.
Y señalar el horizonte donde
los otros crecen.
Poemas inéditos
Claude Batho, en su cama,
habla de su última
fotografía
He registrado cada rincón del
cuarto
con la misma pasividad de esas
niñas
que retrataba cuando aún podía
moverme.
Mi cámara ha sido, desde
entonces,
una falsa ventana. Detrás
estaban las cosas de siempre:
el florero, el armario, el
monótono reloj,
la mancha en la pared.
He dejado para el final la
ventana real,
esa que da al jardín y en cuyo
marco se recorta un gato,
apenas descifrable entre la
tenue tela húmeda
que mi respiración ha dibujado
sobre el vidrio.
Alguien podría pensar que en
esta fotografía
lo más importante son las
gotas de vapor condensado
que velan la figura del
felino.
Como si hubiera fotografiado
mi último aliento.
Pero no es así:
lo importante es el gato,
la ventana cerrada,
y el jardín ahí fuera,
que persistirá mucho más allá
de mí.
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* Claude Batho: fotógrafa
francesa (1935-1982). La muestra póstuma de sus trabajos que tuvo
lugar en 1989 en la fotogalería del Teatro General San Martín, de
Buenos Aires, inspiró este poema. La fotografía mencionada causó en mí
una emoción particularmente profunda. Más tarde, leyendo el catálogo
que acompañaba la muestra, descubrí que ésa había sido su última foto,
y que la mayoría de los trabajos allí exhibidos habían sido realizados
desde el lecho donde la fotógrafa se encontraba inmovilizada desde
hacía varios años.
Soliloquio del hermano
doble
a Max
Mi hermano doble de la fidelidad del sol,
que siempre nos traiciona,
también está, y a su pesar, fatigado.
Me dice:
“A veces quisiera irme con los muertos.
Que se me entienda bien, quisiera. No darme
la muerte lenta o brusca.
Quisiera irme con los muertos a una vida más alta.
Por eso, y porque no pienso matarme,
cada tanto me voy lejos de esta ciudad malsana,
donde todos piden consuelo
empuñando una garra mezquina.
Me voy a los desiertos con su campanario invertido;
a las salinas infinitas donde un hombre
sólo dice las palabras necesarias. Dice; por ejemplo: “agua”
porque necesita agua. Y necesita su lengua sentir la humedad
de esa palabra.
El veneno de las ciudades me sofoca más que cualquier sol.
Si viviera en otro tiempo…
Ah; si pudiera
--me dice mi hermano doble--
elegiría aquel de los constructores de las catedrales;
los anónimos, que tras fatigas de estructuras perfectas
como músicas de órgano,
perdían el nombre porque Dios lo sabía
y sólo eso importaba.
O el de los trovadores,
el de los cátaros y su épica herejía,
el de las princesas venecianas
sin cuya presencia en las ventanas
perdían belleza góndola y canales.
O el de los cuatreros de capa negra
que sólo guardaban el puñal
frente a las astillas del cielo.
No es orgullo ni hosquedad lo que me aparta.
Es tan vasto el misterio del mundo,
el misterio de las manos en la tierra…
Como la distancia que tejen las pestañas
de una niña que vi hablar en el silencio de un mar de olivares.
Quisiera, apenas,
rozar la sabiduría del ojo profundo de una yegua preñada
que recorre un país sin nombre y sin dueño.
Silenciar el ruido de las máquinas
del mundo.
Quisiera, y sin rencor,
acallar los millones de quejas de los que viven sin sangre
y luego lo escriben con orgullo.
Dar un golpe en la mesa de las tertulias literarias
y aplastar las palabras que no despidan belleza.
Pero belleza áspera y espléndida.
De ese murmullo sin sentido
en que las hemos sumergido,
a ellas,
las sencillas, las sagradas,
es que estoy tan fatigado…”
--susurra mi hermano doble--
“Sólo los muertos hablan una lengua más clara.
Los muertos,
y los niños altivos de ciertas provincias
donde el viento se sorprende de tanta inmensidad,
y la creación no dispone aún de otra poesía
que un árbol que esconde una manzana.
La niña y la yegua descansan a su sombra.
Y allí, con el viento puedo,
a veces, un instante,
yo también
descansar…”
Alejandro Ricagno
nació en Buenos Aires en 1962. Como poeta, ha publicado La canción
del niño lámpara (LetterPress Broadsides Poetry Series, New York,
2003), Negocios de estos días (Ediciones Eloisa, BsAs, 2003), y
el poema "Escrito sobre un cuerpo" (http://www.lucianapoetica.com.ar/ricagno2.htm).
Poemas suyos aparecieron en el suplemento cultural del diario Clarín
de Buenos Aires, y en las revistas Díario de poesía, Perro negro
y La novia de Tyson. Ha realizado traducciones y reseñas
para las revistas Babel y 18 whiskys --de la que fue
cofundador. Entre 1991 y 1998, ejerció crítica cinematográfica en la
revista El Amante del Cine y, desde entonces, ha trabajado como
colaborador en el Festival Rencontres de Cinémas de l’Amerique
Latine, de Toulouse, Francia. Sus escritos sobre nuevo cine argentino
--realizados en ocasión del festival de San Sebastián en las
ediciones 1999, 2000, 2003--, fueron publicados por la Casa de
América. Como actor, participó en el Movimiento Teatro Abierto y,
desde los años ochenta, ha realizado perfomances sobre textos
propios, y de poetas como Nestor Perlongher, Claudia Schvartz y
Mercedes Roffé. Junto a la poeta Susana Villalba, coordinó talleres
sobre cine y literatura. Ha coescrito el guión del cortometraje
Positano de Diego Briata (BsAs, 2004). Forma parte del comité
editorial del fanzine El Malpaso.
Tiene
tres obras inéditas: El verano de Alaska, El desorden de las
muertes y Antología de la dispersión.
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