MARINA ARRATE

(Sgo. de Chile, 1959)

 

del libro

Máscara negra

(Sgo. de Chile, Editorial Lar, 1990)

                                   

 

La Dorada Muñeca del Imperio

 

1.

 

Es el esplendor.

Hay una oscura orfebrería radiante

elaborando una tela solar.

Para su cuerpo     para su piel

bordado en pedrería    de seda y chifón.

 

La mujer es alta, dorada y fuerte.

Sus largas manos elevan

       lentos cantos abisales.

Para los círculos

del Mundo   y por su imperio.

 

Es la estela matutina la que alumbra

su alto entramado corporal y su modo

magnífico de ser

esculpida y ser vibrante.

 

2.

 

Es el sistema solar.

Hay antiguas catedrales       viejas cúpulas

ardiendo en el tiempo

como el oro.

 

Tengo un recuerdo de la Habana Vieja:

                          son sombras doradas en los adoquines

                          y puertos eternamente abiertos

                          como si esperaran a un Dios.

 

Pero me distraigo:

esta mujer es ventrílocua       y hermosa.

 

Oh, quisiera también hablar de amor.

 

 

3.

 

La mujer es alta, dorada y fuerte.

Su desnudez parece recamada y brilla, pero

es tan suave como una amatista.

Sin embargo,

está viva y la veo.

Recostada en los espejos, devana su

paciencia peinando su rubia cabellera

y esperando el turno

para salir al escenario y pasear

la tela imperial.

 

4.

 

Nantés, Florencia, Atlanta y Singapur.

Son las flores de Adimanto:

                      la ciudadanía ejemplar.

Se pueden pesquizar aún los rasgados telares

de otra allende ciudad antigua

anteayer contemporánea:

Indiga mesopotamia

Y sus valles estelares.

Mi mirada se agiganta.

Dios, son altos lirios y llameantes

                        pozos circulares

rigiendo los tiempos como imperios.

 

 

5.

 

La mujer se coloca una media.

Ella acerca sus dos brazos a su pie.

Su pelo rubio cae

cae hacia delante.

Pero ella en gesto colosal

Lo ordena tras su oreja.

 

Torsión de su torso hacia atrás

 

 

Sus dos ávidos pequeños pezones

un instante bailan

a pleno sol.

 

Muñeca dorada.

 

6.

 

Coronas para mi amada,

coronas azules para su cabellera dorada

vasos frágiles y fuertes para sus largas manos

telas tenues y misteriosas para la seda de sus dedos

versos puros y perfectos para su boca

y películas de arroz, escapularios ardientes

roncas caracolas y locas

piedras marinas para su lujo

dorado, historias de barcos

en infinito peregrinaje

                                        y telas y telas

en telas imperiales.

 

7.

 

La mujer sorprende mi mirada.

A través del espejo observo como espía

mis dos pupilas inmóviles.

Quieta, continúa su lento maquillaje,

pero ahora sé

que cuando ella gire el cuerpo hacia mí

habrá terminado la larga fiesta,

esta vieja ansiedad de parecerme,

mi profundo deseo de tenerla:

 

La mujer ha salido al escenario.

Es suya la palabra.

 

 

 

 

Máscara negra          

 

Para que me amaras

maquillé yo mi rostro de negro

y así pintada

ascendí de nuevo al escenario

monstruosa y deformada.

 

Quería mostrar lo negro

de mi oculto rostro

(Atrás las maquilladas capas).

Quería ser

mimo del terror,

ser fascinante.

 

Ahora,

de espaldas a ti,

miro el guante negro que cubre

la superficie blanca de mi brazo

de mi brazo níveo de pura porcelana

cristalina de China

y en el cuerpo

delgado y nervioso

el vestido negro que ajusta

como otro guante

la silueta contoneante

de la predilecta lujuriosa.

 

Un abanico antiguo de conchaperla

remolineo en mi muñeca

y e el aire se muestran

los revueltos pelos de mi axila.

 

Pero es mi espalda la que te enfrenta, observa,

mi espalda curva

insinuante y desnuda.

 

 

Enrosco mi verde manto

de Eva y acometo:

Qué placer éste de bajar lenta,

suave, sensualmente

el cierre eclair que encierra su grupa.

Todo el vestido cede

Y su contorno bruno.

 

Esta es la entrada triunfal

de la carne en el estrado:

blanca es y redonda,

firme y suave.

 

Y en derredor todo es

rojo y oscuro.

 

Plateada es la caminata en el sendero

Y su redonda luna.

Es hora, date vuelta, princesa,

Enséñame tu rostro.

 

-         Momento – murmuro con voz ronca –

que no hay nada.

Sino un giro violento de mi oculto rostro.

Primero:      vampira con dientes de sangre y ojos

                        negros de cadáver y

después            la consumida.

 

Y todo nada más que un espectáculo

para que vieras a esta deformada

y la amaras

con terror y piedad.

 

 

 

del libro

Tatuaje

(Sgo. de Chile, Editorial Lar, Santiago, 1992)

 

 

Satén

 

Destellos en el bosque.

Fulgores rojos son.

Un fulgor rojo. Un rayo furtivo estremeciendo la arboleda. Sedoso y brillante. Satén es enervando las agujas del vasto pinar.

 

Satén que mancilla carmín entre la hierba y sobre el musgo. Prendido carmín ardiendo en el hueco de las hiedras. Carampangue carmesí de satinada sangre tersando la piel de raso. La piel que roza, riza y ora acariciando con su cola de murta la esmeralda, el centelleo del follaje verde que azota el viento a golpes, al borde de la ele azul de los abismos aquí al principio de este valle.

 

Satén es de sangre y lustroso y de traicionero terciopelo el tejido de las figuras que ahora llamean al sol como la luz de los cuchillos.

Bajo el esplendor aterradas en los filos que corta el haz figurando cavidades santas entre las redes rumorosas del bosque.

Qué silencio.

De verde firmamento o campana interior.

Aguza la mujer su oído en el asombro. Flama es el vestido que la cubre, de incendio la falda pasmosa.

 

En el lamé se raja lo húmedo, puro hechizo del reflejo, alterando a sangre la virginidad verde del bosque. En el verde se rasga el lamé, produciendo llamaradas azules en su espejo. En el símil, erizamiento de una tapicería milenaria y radiante:

 

Babas largas de un sileno, Belcebú, se arrastran y las bífidas corrientes lenguaraces de una turba agitada de enroscadas serpientes

Ay, los ojos leontinos y egipcios de garzas y lechuzas hieráticas.

 

Todo es terciopelo.

 

La sinuosa cabellera de una mujer antigua

la seda negra de una mariposa vibrante

los músculos sagrados de las panteras nocturnas.

 

 

Irisados volcanes tornean sus esputos a lo lejos

a lo lejos

como grandes y enormes colas de cometa.

 

De sangre y de oro la bella en su memoria.

 

 

 

del libro

Uranio

(Sgo. de Chile, Editorial Lom, 1999)

 

 

 

Fragmento de La Ciudad Muerta

 

 

En el primer esqueleto vi, toda daga y daguerrotipo y guerra, dos blancos ejércitos nefandos. Cada tibia era un desierto de buitres y camellos infaustos. Las rodillas tornábanse de niebla y precipicios y así era este puente rótula de oscuro destino. Si muslos alguna vez hubo en flacos remedos de espadas  fantasmales tornáronse. Sobre ellas se sentaba el fémur, primera fulguración que, sobre dos torres de olímpico movimiento, parecíase batir como una puerta que, aleonada por bramidos lejano y cercada por dos leones impávidos, estremecía tiaras, fulgores, reinos, toda lejanía. A sus costados, graznaban gaviotas hacia fuera, hacia nunca, pues sólo cadenas y colmillos de cal yacían en las perdidas playas que algo tornó paradisíacas.

 

            Oí rugir el río en la distancia.

 

            Había rayado este esqueleto el árbol de su columna vertebral como las cebras. Así exasperaba su existencia y la vigilancia del ojo.

 

            Brillaba al centro de su radio el sol del esternón, envuelto en su jaula de jade, hundida cornamenta de un bajel fatal.

 

            Por la calavera peregrinaban tristes barcos amarillos y en el entrecejo allí estaba pintada ella misma, calavera de la muerte, con su alucinante corola de sedosa y brillante cola de pavo real.

 

 

            El segundo esqueleto arrastraba una columna de mármol y en él a ratos se recostaba para tibia contemplación de sí mismo. Del cáustico reflejo de sus huesos sobre la redonda y rosada superficie, pálido fuego de un más allá sin nombre para luz de una osamenta sin deseo ya, ni memoria. Rojizas cabelleras que amor tornó doradas serpenteaban por las tibias y se elevaban por los fémures trocándose licor, medusa y lámpara, en una difuminación rosada que una oleada de garzas de tremol trizando la orilla de un plácido y largo lago azul y platinado. A lo lejos, veíamos volcanes y de ellos las volutas de humo, enroscadas primero y lilas hilos lentos después que el viento estiraba en una sola dirección. Barcos partían con secreto destino.

 

 

Marina Arrate (Sgo. de Chile, 1959). Es poeta y psicóloga. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Este lujo de ser (Sgo. de Chile, Lar, 1986);  Máscara negra (Sgo. de Chile, Lar, 1990); Tatuaje (Sgo. de Chile, Lar, 1992) --estos tres últimos títulos reeditados en 1996 en Argentina por la Editorial Tierra Firme; Uranio (Sgo. de Chile, Lom, 1999) y Trapecio (Sgo. de Chile,  Lom, 2002) por el cual recibe, en el 2003, el Premio Municipal de Poesía.

En el año  1995 obtuvo una Mención Honrosa en el Premio Neruda de Poesía otorgado por la Fundación Neruda, y una Beca de Creación otorgada por el Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes (Fondart) del Ministerio de Educación. En dos oportunidades (2001 y 2004) le fue concedida asimismo la Beca de Creación del Fondo de Fomento del Libro y la Lectura, del Ministerio de Educación. 

Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés y al francés.

Es Directora de la Editorial Libros de la Elipse, dedicada a la publicación de poesía.

           

 

 

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